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Ricardo Garzón Cárdenas- SílexLa lógica es una condición necesaria del buen argumentar, pero no su lenguaje natural. En el derecho, razonar con corrección no exige hablar en términos lógicos explícitos. Este texto propone distinguir entre hablar con lógica y hablar de lógica, y muestra por qué la obsesión por la forma puede empobrecer la comprensión y la eficacia argumentativa.
“Disculpe, ¿es importante la lógica en la argumentación jurídica?”.
Esa es una pregunta que surge a menudo en los auditorios jóvenes en los cuales estemos hablando de argumentación jurídica. Voy a suponer que me la hace el lector, y que además lo tengo en frente, y quiero que me entienda. Me entiendas.
No me apresuro a responder. Hay una elevada posibilidad de que malinterpretes mis palabras. No quiero que veas a un ignorante en lógica que se quiere llevar el agua a su molino, el de los enemigos de la lógica. De quienes consideran que no importa para nada, que todas las expresiones tienen el mismo valor. Un irracionalista amante del disparate.
La pregunta sobre la lógica jurídica supone una respuesta compleja. Aparquemos un momento el adjetivo de lo “jurídico” y salgamos a caminar con el sustantivo, la lógica.
Permíteme que repita aquí la historia con la que trato de resolver la pregunta. En un episodio de aturdimiento metodológico, propio de la formación doctoral, acopié cuantos títulos de lógica había en nuestra Área de Filosofía del Derecho de la Universidad de León. Mi escritorio soportó estoicamente más de 400 ejemplares. Un espectro temporal de publicación de unos 25 siglos. La historia del pensamiento. Como te podrás imaginar, la paciencia me alcanzó para ojear y hojear el índice de una cuarta parte de los libros.
En toda esa pila de textos, dos de Ludwig Wittgenstein me llamaron poderosamente la atención. Las razones eran obvias. Todas mis consultas reconducían a ellos. En primera medida estaba el Tractatus Logico-philosophicus. Allí este autor mostraba que buena parte de los problemas filosóficos tenían su origen en una confusión terminológica. Malentendidos lingüísticos; no problemas filosóficos genuinos. La forma de resolver estos malentendidos era la formalización del lenguaje. Darle cierta forma, independiente del contenido, que evitara las confusiones: todos los reflectores apuntaban a la lógica.
La lógica sería como un ácido en el que sumergimos los problemas filosóficos para liberar a estos del material corroído por siglos de malentendidos. Se repite, como un mantra, la última fórmula de aquel libro: “De lo que no se puede hablar, lo mejor es callarse”. Como solo se puede hablar de aquello que podamos decir sin error lógico alguno, pues deberíamos renunciar a todas las áreas donde la disputa valorativa está a la orden del día: metafísica, moral, política, estética, etc.
Pero esta solución lógica a los problemas filosóficos duró poco. El mismo Wittgenstein sería el encargado de ello. En el prólogo de su libro Investigaciones Filosóficas cuenta por qué. Allí agradece a sus críticos el haber contribuido al replanteamiento y hace expreso agradecimiento a Piero Sraffa. Dijo: “A ese aguijón le debo las ideas más ricas en consecuencias de este escrito”.
Los biógrafos de Wittgenstein se atrevieron a comentar que seguramente el “aguijón” más emblemático había surgido de una acalorada discusión en la que Sraffa, le dice: “Ah, ¿sí? ¿forma lógica? ¡¿Dime cuál es la forma lógica de esto?!” Al tiempo, se tocó la barbilla con la punta de los dedos. Un gesto napolitano que se usa como insulto.
En vez de sentirse ofendido, Wittgenstein se dispuso a demoler los aspectos capitales de su primera obra. Un insulto no admitía forma lógica, y era un clarísimo acto de comunicación. No se podía afirmar, sin más, que no tuviera relevancia. Nuestro lenguaje corriente sirve para muchas cosas, además de dar información: pedir, agradecer, suplicar, amenazar, comprometerse, insultar, etc. Como diría luego John Langshaw Austin, en un claro desarrollo de este hallazgo: se hacen cosas con las palabras.
Con esta anécdota, en la persona de Wittgenstein nacieron dos personajes colosales para la historia de la filosofía. El primero, santo patrón de los filósofos de la matemática y la lógica, que ve la muerte de la filosofía a manos de la lógica. El segundo, que ve la muerte de la filosofía a manos del estudio del lenguaje corriente, la pragmática lingüística.
Ahora, un lamento en las cercanías del desespero. Veo la pila que falta por revisar. No sé cual de los dos Wittgenstein, como se dice en la jerga filosófica, es el mío. Pareciera una cuestión elemental: si tocara elegir una óptica para concebir el lenguaje y su función social, qué sería más importante ¿Buscar que lo que se diga sea lógicamente perfecto? o ¿investigar sobre el lenguaje que resulta socialmente útil? ¿Cuál crees que serviría más en el derecho?
No quiero cargar los dados en una cuestión tan importante, ni que adviertas táctica de manipulación alguna de mi parte, pero… los problemas que nos cuentan nuestros clientes son narrados a su manera, leemos normas que se expresan en la gramática del español, nuestros profesores nos han enseñado en nuestra lengua, los jueces escriben sus sentencias con las mismas palabras que podemos escribir una carta de amor.
Es el momento, entonces, de aclarar un malentendido en el título, del cual soy doloso culpable. La lógica no perjudica, de manera necesaria, la argumentación. Debemos diferenciar hablar con lógica y hablar de lógica.
Esta distinción ha sido formulada de manera particularmente clara por Chaïm Perelman, al oponer la demostración —propia de los sistemas formales y de la lógica estricta— a la argumentación, orientada a obtener la adhesión razonable de un auditorio concreto. Mientras la demostración prescinde del destinatario, la argumentación, y muy especialmente la jurídica, se dirige siempre a alguien, en un contexto institucional y lingüístico determinado.
Todos debemos hablar con lógica: es imposible expresar argumentos con sentido si incurrimos en errores lógicos. Si lo miramos con detenimiento, la gramática de los lenguajes naturales, como lo puede ser el español, incorpora piezas que nos permiten cumplir reglas para no incurrir en errores.
Pongamos por ejemplo la regla gramatical de concordancia de número. Si el sujeto es singular, la conjugación de la acción o el uso del adjetivo no puede referirse a varios. No es común violar esta regla al hablar, pero sí que lo es cuando escribimos, sobre todo en párrafos largos en los que usamos oraciones subordinadas con diversos sustantivos y no queda claro quién hacía qué cosa.
En nuestro pensamiento, necesitamos precisar cuáles son las propiedades de cada objeto o los atributos que le endilgamos a un sujeto. Por eso chirrea si un estudiante nos dice “yo… eh… hicimos el trabajo”. ¿Trabajaste solo tú? ¿Debo calificarte solo a ti o tus compañeros hicieron su parte?
Puede que no sepamos nada de lógica, pero los gramáticos, quienes recogen los usos de la comunidad de hablantes cultos, sí han incorporado reglas lógicas (quizás sin saberlo). En la concordancia de número, se trata de una propia de la lógica clásica, conocida como principio de identidad (a=a) y que el gran Cantinflas formalizó como “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”. Como han dicho algunos lógicos, se me viene a la mente el argentino Gregorio Klimovsky, hay una lógica subyacente a nuestras expresiones.
La lógica subyacente explica por qué muchos de nuestros mensajes pueden omitir elementos lingüísticos sin que se vea afectado el mensaje. Por el contrario, puede quedar más claro aún. Es lo que se conoce como elipsis. Si digo “hoy escribo sobre lógica, la otra semana sobre retórica”, nadie nota que he omitido que lo que haré la otra semana es “escribir”. El cerebro completa la oración.
Si repitiéramos, estaríamos haciendo algo lógica y gramaticalmente correcto pero estilísticamente innecesario. Quizás podemos aburrir al interlocutor si encuentra reiteraciones allí donde su cerebro ya ha hecho el trabajo. ¿Alguien se imagina una buena novela donde no hayan espacios en blanco para que la imaginación del lector las complete? Eso es lo que hacemos cuando hablamos de lógica: todo queda explícito hasta el hartazgo; quizás redundante, si lo hemos dicho bien en lenguaje corriente.
En términos de Perelman, podría decirse que este tipo de razonamientos operan mediante estructuras cuasilógicas: formas de coherencia y congruencia racional que se asemejan a esquemas lógicos, pero que no constituyen demostraciones formales. La argumentación jurídica se apoya habitualmente en estas estructuras, suficientes para asegurar inteligibilidad y racionalidad práctica, aunque no reductibles sin pérdida a un lenguaje formalizado.
La lógica subyacente también determina la congruencia entre nuestras afirmaciones, entre las premisas de las que partimos y nuestras conclusiones. Si no explicas tus premisas, no se puede saber a qué conclusión apuntas. Si no se sabe a qué conclusión apuntas, tu mensaje no será comprendido. Si no eres comprendido, pierde todo propósito la comunicación: es algo así como si el mundo fuera sordo. No serás escuchado.
Fíjate que el párrafo anterior, a partir de la segunda oración, está compuesto por oraciones condicionales. El “Si P, entonces Q”. Pero seguramente no lo sentiste. No tenía que nombrarte términos como “inferencia”, “lógica deductiva”, etc. Acudí a las reglas de nuestro lenguaje que entiendes, así no sepas ellas cómo se categorizan por los estudiosos del lenguaje.
Hablar de lógica es una cosa distinta: es lo que hacen los lógicos. Este contexto implica dos supuestos. Por un lado debemos ser lógicos para hacerlo correctamente y, por otro, nuestro auditorio debe saber de lógica. He escuchado muchas veces a lógicos rigurosos ante un auditorio lleno y luego encontrado en el público que nadie supo de qué iba el asunto. Allí es donde la lógica perjudica a la argumentación.
No podemos apoyar nuestras tesis en el discurso de la lógica, o cuestionar la postura contraria por su ausencia de lógica, a menos de que los argumentos sean propios del discurso lógico.
A menudo, el esfuerzo más grande se encuentra en la justificación de las premisas, que es una cuestión previa a la lógica. No me extenderé en lo último. Lo dejamos para otra oportunidad.
Ahora respondo la pregunta: Sí, la lógica es importante. Pero lo justo. Se suele decir que es condición necesaria, pero no suficiente.
En una línea convergente, Neil MacCormick ha subrayado que la lógica cumple un papel indispensable en la justificación deductiva de las decisiones jurídicas, pero que ese papel es necesariamente limitado: la corrección lógica de una inferencia no decide por sí sola la aceptabilidad de las premisas, ni sustituye las tareas interpretativas, valorativas e institucionales propias del razonamiento jurídico.
En algún momento en una clase derecho se debe hablar de “Si P, entonces Q”, pero de pasada y sin enrollarnos demasiado. Pensar correctamente no exige definir los mecanismos con los que se expresa nuestro pensamiento. Para ello están los lógicos, dejemos que ellos hagan su trabajo; mientras los demás hacemos el nuestro: lograr que se entienda la relevancia de la cuestión que estamos planteando.