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octubre 3, 2025. metodología

El estilo de los abogados: entre la claridad y la impostura

Por Ricardo Garzón Cárdenas- Coordinador Académico Sílex

Uno de los grandes desafíos que enfrentamos los juristas académicos no es solo el rigor de los argumentos, sino el modo en que los comunicamos. Durante siglos, el derecho fue sinónimo de prestigio lingüístico: los abogados eran modelos de expresión culta y su estilo marcaba la pauta en el uso del idioma. Hoy, sin embargo, esa relación se ha debilitado.

En lugar de ser reconocidos por la claridad de nuestras palabras, los juristas a menudo nos escondemos tras frases interminables, arcaísmos y fórmulas oscuras. Lo que antes podía ser un símbolo de autoridad intelectual, ahora es percibido como un obstáculo innecesario. Y en una época donde la atención del lector compite con pantallas, notificaciones y vídeos virales, seguir apostando por la oscuridad parece un mal negocio.

El prestigio perdido del lenguaje jurídico

No siempre fue así. Durante siglos, los juristas fueron referentes del buen uso del idioma. Cicerón fue, al mismo tiempo, un gran orador y un jurista; sus discursos marcaron un estándar de claridad y elegancia. El abismo entre un estudiante de derecho y los grandes maestros de la retórica era, en otras épocas, mucho menor que el que percibimos hoy.

El mundo anglosajón nos da un ejemplo ilustrativo: Noah Webster, abogado sin éxito profesional que terminó revolucionando la lexicografía y convirtiéndose en una de las figuras más influyentes de la educación lingüística en Estados Unidos.

En Latinoamérica ocurrió lo inverso: Andrés Bello, un humanista y lingüista, terminó construyendo la obra jurídica más influyente del siglo XIX, el Código Civil Chileno. Y en Colombia, Miguel Antonio Caro pasó de fundar junto a Rufino José Cuervo la primera corporación americana de la lengua a elaborar la Constitución más longeva de la región (1886–1991) y luego asumir la presidencia.

La evidencia histórica es clara: juristas y prestigio lingüístico solían caminar juntos. Pero como todo investigador prudente recordaría: concurrencia no es causalidad. La conexión entre derecho y corrección idiomática tenía un denominador común: la pertenencia a las élites sociales y políticas.

De la élite al fetiche del lenguaje oscuro

La prosa jurídica siempre ha sido pretenciosa. Sin embargo, esa pretensión resultaba irrelevante cuando los juristas formaban parte de la élite del poder político y cultural. Durante buena parte del siglo XIX y XX, ser abogado equivalía a ostentar abolengo y a dominar el idioma.

Hoy, ese capital simbólico se ha perdido. Lo que nos queda es una especie de impostura lingüística: frases largas, subordinadas en cascada, latinajos y gerundios que pesan como piedras. Nos reunimos entre nostálgicos del castellano antiguo para convencernos de que ese artificio nos hace más sabios. Pero lo cierto es que cavamos una zanja: útil para cobrar honorarios a clientes despistados, pero contraproducente para el diálogo académico y social.

Persistir en esa afectación es una mala apuesta. Basta una búsqueda rápida en Google para dejar en evidencia al jurista que pretende impresionar con oscuridad. En la sociedad actual no hay alternativa: la claridad es una exigencia democrática del lenguaje. Nada nuevo: ya Aristóteles había advertido que la buena comunicación empieza por pensar en el público.

Claridad como consigna

El punto de partida es sencillo: convertir la claridad en consigna. Eso significa escribir oraciones cortas, con pocas subordinadas y que empiecen por lo importante. No se trata de renunciar al rigor conceptual, sino de hacer accesible el discurso jurídico a lectores que ya no están cautivos —como los estudiantes que leen solo para aprobar un examen— sino que deben ser seducidos.

Un texto claro no pierde autoridad. Al contrario: la gana. El buen estilo jurídico no consiste en complejizar lo evidente, sino en hacer comprensible lo complejo.

Tres modelos para ordenar el discurso jurídico

La claridad también depende de la forma en que organizamos el texto. Podemos pensar en tres modelos principales:

1. Modelo silogístico

Parte de una premisa aceptada y la confronta con un caso para obtener una conclusión. Es el modelo clásico de la lógica, habitual en sentencias y manuales.

2. Modelo dialéctico

Reconoce que en todo problema hay posturas enfrentadas. Se presentan las visiones opuestas y luego se adopta una posición conciliando lo más sólido de cada parte.

3. Modelo retórico

El más persuasivo en tiempos de lectores distraídos. Aquí se presenta primero la tesis —una afirmación fuerte y cerrada— y solo después se despliegan los argumentos que la respaldan. Este orden genera un efecto de “gancho”: el lector quiere descubrir si las razones justifican la conclusión inicial.

Todos los modelos sirven, pero no todos son igualmente efectivos. En un ecosistema donde la atención es un recurso escaso, el modelo retórico se impone como estrategia ganadora. Aristóteles ya lo sabía: la verdad no solo debe ser dicha, debe ser dicha de modo atractivo.

El lector contemporáneo: distraído e impaciente

Hoy no escribimos para un lector paciente. En internet competimos con vídeos de gatitos, hilos virales y cientos de pestañas abiertas. El experto Jakob Nielsen demostró con estudios de eye tracking que no leemos línea por línea, sino que seguimos un patrón en forma de F: escaneamos la primera línea, bajamos rápido por la izquierda y buscamos palabras que nos enganchen.

Eso significa que tenemos pocos segundos para conquistar al lector. El primer párrafo, incluso la primera frase, define si alguien se queda o se va.

Ante esta realidad, tenemos dos opciones:

  1. Confiar en que nuestro prestigio y saber vencerán las barreras de atención.

  2. O bien, facilitar la vida al lector y hacer que el contenido jurídico sea legible, directo y atractivo.

Yo lo tengo claro: quiero su atención. Y para eso, la claridad no es una concesión, es una estrategia.

Conclusión: claridad como acto de responsabilidad jurídica

La oscuridad ya no es prestigio. Es un muro que nos separa de los lectores, los colegas y la sociedad. La claridad, en cambio, no es simplificación banal, sino el modo más honesto y democrático de ejercer el derecho como disciplina que se comunica.

Escribir mejor no significa escribir menos. Significa escribir con sentido. Y quizá, en ese gesto, recuperemos algo de la vieja grandeza de quienes hicieron del derecho también un modelo de expresión para el idioma.

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